lunes, 5 de diciembre de 2011

La elegancia de Ariadna


Aquella mujer paseaba por la ciudad cada día, como si de una costumbre pasada se tratase. Andaba con precisión y sus movimientos eran seguros aún siendo que siempre llevaba puestos sus zapatos de tacón, negros como el tizón y atados al tobillo con una pulsera de raso, que convertían sus pasos en pura elegancia. El frío de la ciudad parecía no molestarle pero el viento, que golpeaba con fuerza contra las fachadas de las casas, movía los finos cabellos de Ariadna. Así es como se llamaba aquella misteriosa chica a la que observaba con detalle cada tarde en la plaza central. Me encantaba entrar a las tiendas y ver colocar las prendas en su sitio, cada uno de los escaparates con las nuevas colecciones y los tejidos de calidad que colgaban de las perchas, sus colores y detalles. A Ariadna le debía pasar lo mismo, pues siempre la veía asomándose a los escaparates con asombro donde su hermosa cara sonrosada se reflejaba. Solía llevar un precioso sombrero negro sobre el que se apoyaba un lazo blanco de gasa, colocado siempre perfectamente. En sus manos, unos guantes de piel desgastados con los años, que indicaban su madurez y la enorme cantidad de momentos, tanto buenos como malos, que ella había pasado. Sin embargo, inspiraba frescura con un toque de discreción recibido de la mano de su habitual abrigo negro. Apenas sabía de su vida y, para nada, había hablado con ella, pero sabía con certeza que amaba los encajes, la seda y los tonos pastel. Había notado que nunca llevaba nada de color rojo, ni mucho menos amarillo y, además, parecía odiar el tul, de la misma manera que adoraba el cachemir, la angora y los trajes de corte Chanel. Por sus pequeñas orejas asomaban unos pendientes de perla mates. Debido a mi agudeza, jugaba a imaginar las historias de la gente y, de este modo, cada uno representaba una pequeña parte de mi que conservaba con cariño. Ariadna se había convertido en mi más preciado sueño y, con ella, inventaba miles de aventuras que, en el fondo, terminaba creyendo y, al final, no recordaba si aquellos cuentos eran realidad o simples mentiras. Entonces, pensé que la oscuridad de los pendientes llevaría una preciosa historia con ella, pues seguro que eran un regalo del amor que Ariadna había tenido en su juventud y que guardaba con nostalgia.

Aquellos largos atardeceres contemplando la elegancia de Ariadna, dejaron huella en mi y abrieron paso a mi pasión por la moda. Cada vez que diseñaba un nuevo vestido o elegía las telas y los tonos para las pasarelas, recordaba con afecto aquellos tristes ojos que miraban desde lejos los maniquíes y la belleza de los trajes. Yo había llegado muy lejos y todo se lo debía a ella, a su adoración por la moda, a sus andrajosas prendas que hacían de ella un ser encantador y a su manera de caminar, digna de una elegancia natural.